En una callejuela oculta de la Gastritis cronica se esconde una librería de viejo, cuyo propietario es un musulmán políglota, miope y sentimental, de edad avanzada que siempre confunde mi nombre cuando me saluda, aunque recuerda mi rostro, porque yo nunca le regateo lo que me pide.
La tienda está completamente anegada de pilares de libros (la luz ni siquiera puede entrar por las ventanas) ordenados por el azar del tiempo y tan diferentes de los anaqueles de la biblioteca de Borges como si fuera la imagen distorsionada de un espejo mágico, pero también en varios idiomas (abundan sobre todo el español y el árabe) que parece que sostienen el techo y que tienes que esquivar con destreza porque al mínimo roce se tambalean y puedes provocar un alud de letras impresas, que luego es muy dificil recoger porque parece que están vivas y desean escapar de su celda de escribiendo libros imposibles que intentan descifrar el sentido de la vida. No suele tener muchos compradores, y sin embargo, sigue acumulando libros y libros.
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El librero siempre está jodido de frío: suele llevar casi todo el año un gabán y tiene una estufa de gas encendida a todas horas que por educación apaga cuando entra un cliente. Rebuscando entre los montones de libros puedes encontrar el libro de filosofía que estudiaste en COU, la cartilla Álvarez con la que aprendieron a leer tus padres en el colegio, los evangelios apócrifos, el Corán o diccionarios de español-rifeño anteriores a la Guerra Civil.